miércoles, 17 de diciembre de 2008

Fernando Ampuero sobre LA LÍNEA EN MEDIO DEL CIELO

PALABRAS DE PRESENTACIÒN. FERIA DEL LIBRO RICARDO PALMA

LA LÍNEA EN MEDIO DEL CIELO
Por Fernando Ampuero

Sobre La línea en medio del cielo, novela de Francisco Ángeles –joven hombre de letras y hoy famoso cibernauta (administrador del visitado Porta 9, blog de disección literaria) – quiero decir algo que tal vez suene muy sencillo, pero que, en mi forma de entender la literatura, constituye un elogio mayor: La línea en medio del cielo es un muy buen primer libro, que se lee con gran interés y muy rápido (en un par de horas, a lo sumo), y que además, por si fuera poco, dejará inquietantes resonancias en sus lectores, quienes al concluir la lectura no podrán resistir la tentación de volver sobre sus páginas a fin de releer uno que otro fragmento o capítulo.

Esto último quizá se deba a que estamos ante ese tipo de obra en las que uno siente que el autor nos escamotea ex profeso algunos datos, pero sin hacernos trampa. Más claro: los datos perdidos andan por ahí, flotando en las entrelíneas, o bien inteligentemente dispersos en el éter de la lectura, en el tránsito de los episodios, en alguna posible reconexión.

La novela de Ángeles, a mi criterio, se inscribe sesgadamente en la tradición de tres respetables mentores: Franz Kafka, Witold Gombrowicz y Jorge Luis Borges. Se respira aquí la atmósfera kafkiana, el clima de complot y de delirantes conjeturas de Gombrowicz, el ansia de asombro de algunos relatos borgianos que nos recuerdan a Chesterton.

La línea en el medio del cielo, de alguna manera, es una suerte de policial metafísico. No es una novela realista, sino más bien una novela sobre los orígenes de la realidad. Nada de lo que leemos es lo que parece ser, y viceversa. La vida y la ficción, digamos, son un acertijo por descifrar, un punto de tortuosos entrecruzamientos y un nivel oculto de comprensión y de emociones que solo un grupo de iniciados puede intuir o percibir. La realidad se expresa como un laberinto del tiempo. El lector está siempre con un pie en la realidad y otro en el sueño y/o la locura. Y, algo más interesante todavía, uno sospecha que en el vaivén entre tales extremos, que nos conduce por pistas falsas, se encuentra la verdad de una narración que se dispersa, o bien se recompone, en una lógica ajena y paralela a lo que dicta el sentido común, una lógica siniestra y esquizoide.

En esta extraña novela de Francisco Ángeles, el tiempo se nos presenta como un tejido de situaciones que se transforma en episodios que no aspiran a ser secuenciales, ya que aquí la continuidad no es la forma más apropiada de revelar lo que sucede. Las escenas se ordenan como en golpes de calidoscopio, dejando ver cuadros con formas y colores que ofrecen detalles en común, pero que se alejan de todo principio de orientación.

Una lectura superficial nos dice que tenemos ante nosotros a un personaje protagónico, un tal Ignat, muchacho sin pasado ni futuro. Ignat, desde un primer momento, muestra su potencial de riesgo disponible. Nada lo intimida, todo llama su atención y despierta su curiosidad.

Así las cosas, Ignat conoce a Virginia, supuesta compañera de trabajo, y ésta a su vez le presenta a un grupo de amigos que trabajan en oficinas vecinas. El muchacho rapado, el muchacho de gafas, etc. Todos son jóvenes y burócratas, al parecer inmersos en anodinos cargos de ministerios públicos, y algunos, por presuntas vinculaciones universitarias, andan involucrados en actividades políticas. Ángeles, con ligeras pinceladas, recrea la alegre camaradería de ese grupo de jóvenes amigos, por llamarlos de algún modo, pero pronto nos insinúa que a lo mejor todo es falso, que nada es natural sino planificado, que todo es una conspiración.

La novela empieza con una escena chocante. Varios jóvenes aparecen muertos en una habitación miserable de hotel. Todos los cadáveres se encuentran juntos y desnudos, con profundos cortes en las muñecas y en posiciones que hacen pensar que han perdido el aliento vital en tanto mantenían relaciones sexuales. Se desconoce qué los llevó a la muerte, pero se presume un suicidio colectivo. Este incidente, si se quiere, puede ser un anticipo del final al que está destinado el grupo de amigos. (No lo sabemos entonces, y no sé si alguien, después, consigue saberlo con certeza). Estos amigos, que conforman una secta –y digo secta, pues no tengo otro modo de aceptar sus propósitos comunes–, rinden culto a la muerte. La muerte, según piensan, es el trance más importante de la existencia. La muerte convierte la vida en un absurdo, pero dotándola de sentido. Ellos, incluso, pareciera que revaluaran la muerte (el accidente, la enfermedad, el suicidio y el homicidio) como una mística del absurdo.

A Ignat le obsesiona los instantes previos en que una persona sabe que va a morir. Conoce al dueño de una funeraria, un viejo que enviudó en su misma ceremonia de bodas, pues su novia falleció en el pasillo central de la iglesia, camino al altar, mientras la veía llegar.

Existe una fotografía de esa boda, que es justamente una imagen que registra el momento. Los novios cruzan miradas, pero solo la mirada de ella interesa, ya que la novia está a punto de morir. Ignat descubre la foto y se la pide al viejo, casi como si reclamara algo propio (tal vez se trata de un caso de “reminiscencia del futuro”). Se supone que el fotógrafo debió estar detrás del novio, si consideramos que la imagen es una réplica de esa visión subjetiva para decirlo en términos del argot cinematográfico. La novia trasmite al novio el sentimiento de su muerte.

Esa mirada detenida en el tiempo es el vértice de la novela, el punto de ebullición.

Ignat se adueña de esa foto e inicia una colección de fotografías. Se trata de gente que ha sido fotografiada en idéntico trance: sabiendo que están a punto de morir. Y con esa singular colección de fotografías (llegan a reunir tres imágenes) se articula secretamente las vicisitudes de la secta.

¿Es esto que cuento lo que realmente sucede en la novela? No lo sé. Hay un viejo que escribe, pero que también podría ser el propio Ignat cuando llega a viejo y escribe sus memorias. Hay, también, un tráfico de identidades, en las que no está nada claro, así como una serie de divagaciones y paranoias, que nos presenta la escritura difusa y misteriosa del mencionado viejo, donde el presente y el pasado se entremezclan.

¿Cuál es “la línea en medio del cielo”? Eso sí lo sé, o sería mejor decir: creo saberlo. Y es que cada lector tendrá que hallar la respuesta.

No quiero avanzar con más digresiones, para no privarlos del placer de explorar por sí mismos los vericuetos de esta siempre sorprendente narración. Doy, para concluir, una acotación que juzgo relevante: el escenario y el lenguaje utilizados. La ciudad donde se mueve Ignat, Virginia y la secta (el chico rapado, el chico de gafas) podría ser cualquier ciudad. El autor se cuida mucho de no mostrarnos un contexto identificable. El lenguaje, de otro lado, es puntual, meticuloso y neutro. Ni siquiera da cuenta de modismos peruanos. Por ejemplo, en vez de escribir “anteojos” dice “gafas”, o, al referirse a los cigarrillos, en vez de decir “cajetilla” dice “paquete”.

Francisco Ángeles, en suma, busca asumir riesgos y tiene nervio de buen narrador. Yo lo felicito sinceramente por su entrada con tan buen pie en la literatura.

….

Fernando Ampuero (Lima, 1949) es uno de los escritores peruanos más importante de hoy. Es autor, entre otros, de los celebrados libros “Malos modales”, “Caramelo verde”, “Puta linda”, “Paren el mundo que acá me bajo” y “Hasta que me orinen los perros”. Hasta fines del 2008 fue director de la Unidad de Investigación y del suplemento cultural El Dominical del diario El Comercio.
Publicado originalmente en Proyecto Patrimonio.

No hay comentarios:

Seguidores